Las curaciones espontáneas son
una realidad. El cuerpo tiene una especie de ‘farmacia’ interna y puede
sintetizar sus propios medicamentos, solo hay que encontrar el lenguaje
mental o emocional que ponga en marcha ese mecanismo de sanación.
Juan Carlos Mirre
En la última década, tanto las ciencias médicas como las tecnologías
aplicadas al diagnóstico y a la cirugía han progresado a una velocidad
muy superior a todos los avances del siglo XX. Pero no sólo se han visto
grandes mejoras en la medicina, sino que también se han dado pasos
gigantescos en el conocimiento de la biología y, en especial, en los
campos de la neuroquímica en relación con el sistema nervioso central y
el funcionamiento celular del organismo. Actualmente, son estos
conocimientos los que nos permiten ir aclarando un grupo de fenómenos
inexplicables hasta ahora para nuestro raciocinio. Se trata de las
curaciones espontáneas, los milagros, las sanaciones chamánicas, el
prodigioso efecto placebo y todo el conjunto de procesos de curación que
no encuentra explicación en la medicina tradicional. Son situaciones en
las que la acción mental logra curaciones similares a las conseguidas
por la medicina convencional, y que incluso llega a sanarnos de ciertas
enfermedades que resisten a tratamientos sofisticados. Partiendo del
conocimiento actual, podemos arriesgarnos a asegurar que la mente, o
mejor dicho, la unidad cuerpo-mente, es capaz de actuar mediante la
acción de hormonas, neurotransmisores y neuropéptidos sobre la propia
farmacia interna del organismo. El cuerpo puede sintetizar cualquiera de
las moléculas creadas en los laboratorios farmacéuticos; sólo es
cuestión de encontrar el lenguaje mental para poner en marcha ese
mecanismo interno. Las evidencias apuntan hacia el lenguaje emocional.
Si las emociones negativas nos enferman, serán las positivas las que nos
curen. O eso parece.
Un chamán sin saberlo
El doctor B. Moseley del Bayley College of Medicine de Houston,
Texas, no sabía que estaba actuando como un chamán. Pero, a diferencia
de los curanderos del Amazonas, no vestía un atuendo de plumas ni
empleaba una vara de madera sagrada ni trabajaba en una choza ahumada
con hierbas curativas. Este médico había realizado cientos de cirugías
artroscópicas (problemas en las articulaciones) empleando dos técnicas:
el lavado del cartílago con agua a presión y la eliminación de tejido
calcificado y afibrosado mediante raspado. Y, en los años 90, decidió
hacer una prueba, a doble ciego, con dos grupos de pacientes para
estudiar cuál de las dos técnicas era más efectiva. A sugerencia de la
directora del hospital, optó por incluir un tercer grupo al que se le
realizaría una operación placebo.
“Para cada remedio elaborado por el ser humano, hay una
molécula química elaborada por nuestro organismo. Si fuésemos capaces de
utilizar nuestra farmacia interna en lugar de depender de la síntesis
química y su secuela de efectos secundarios indeseados, el
restablecimiento de la salud se transformaría en un proceso natural y al
alcance de todos.”
Las pruebas se hicieron entre los años 1995 y 1998 en tres grupos de
60 pacientes (que conocían y aceptaban formar parte del experimento y
que podían ser sometidos a cualquiera de las tres operaciones). Todos
los enfermos eran menores de 75 años y tenían dolor en la articulación
de la rodilla muy desarrollada y dolorosa y que no respondían a los
antiinflamatorios.
En las operaciones falsas se seguía todo el protocolo habitual, y
tanto las enfermeras como el paciente ignoraban si se realizaría una
intervención real o no. El paciente veía en un monitor todo el
desarrollo de una operación normal, pero grabada. Se hacían las dos
incisiones, y una vez finalizada la cirugía, se suturaban y se trataban
con medicación antibiótica. El resultado fue espectacular. Las mejoras
posoperatorias resultaron incluso mejores en los casos de operaciones
placebo que en las reales. Diez años después, los pacientes aún siguen
caminando, corriendo y practicando deporte, algo que antes ni siquiera
soñaban hacer.
Atmósfera ritual
El propio doctor B. Moseley explica la importancia de la atmósfera
ritual de sus operaciones. Consiste en habilitar un moderno quirófano,
un especial tratamiento previo y posterior a la operación, enfermeras,
instrumental, lo último en aparatos electrónicos de monitorización y él
mismo con su bata verde de cirugía, mascarilla, gorro aséptico, lentes
protectoras y manos enguantadas.
Cada cultura responde a su chamán particular, pero el efecto es el
mismo: la cura está en creer que la operación traerá la sanación, y no
en la propia intervención quirúrgica. Hoy en día podemos encontrar una
explicación a este fenómeno de cirugía placebo y abrir un nuevo y
excitante camino hacia la nueva medicina: la de la curación espontánea.
Mientras el doctor Moseley operaba, la mente y el subconsciente del
paciente generaban la auténtica curación. Se creaba una emoción positiva
de sanación. Esta situación hace segregar un enorme número de
neurotransmisores y hormonas que salen de las neuronas del sistema
nervioso y actúan sobre todas las células del cuerpo, en especial sobre
las células del sistema inmunitario y las glándulas suprarrenales. Unas
restablecen el equilibrio del sistema inmunitario que probablemente
estuviese atacando el cartílago afectado y otras detienen el proceso
inflamatorio que estaba dañando el cartílago, o actuando sobre las
suprarrenales para que segreguen cortisol; o incluso podrían actuar
sobre las células madre del cartílago para que produzcan nuevos
condrocitos que renueven el tejido. La emoción positiva actúa sobre los
receptores de las células para que estas procedan a la curación.
No somos cuerpo por un lado y mente por otro: los mismos
neurotransmisores y hormonas que se segregan y actúan en el cerebro se
segregan también en casi todas las células del cuerpo.
Las moléculas de la emoción
Candace Pert es una bióloga doctorada en farmacología por la
Universidad John Hopkins que ha dedicado gran parte de su vida
profesional a investigar sobre la bioquímica del cerebro en los
laboratorios del Instituto Nacional de Salud. Fue la descubridora de los
receptores opiáceos de las endorfinas del cerebro, lo que le hubiera
supuesto el Nobel… de no ser mujer.
“Hay una comunicación química constante entre nuestras
emociones y nuestro organismo. La comunicación es bidireccional:
nuestras células provocan emociones y nuestras emociones provocan
cambios a nivel celular.”
Ya hacía tiempo que se sabía que las neuronas cerebrales tenían
receptores opiáceos; es decir, que originaban cambios en el sistema
nervioso central de los humanos cuando eran activadas por una molécula
química de una planta. Pero hace unos treinta años se descubrió que, en
realidad, las neuronas eran tanto o más sensibles a los opiáceos
fabricados por el propio organismo: las endorfinas. Aunque parezca
paradójico, todos deberíamos estar encarcelados: ¡podemos fabricar opio
en nuestro interior!
En 1999 publicó Las moléculas de la emoción, que debería haber
revolucionado la medicina oficial, pero fue despreciado por el entorno
académico. Con sus estudios y los de otros colegas, Pert explica que
casi todas las células de nuestro organismo contienen receptores de
neuropéptidos (sustancias químicas neurotransmisoras), y muchas de ellas
son además emisoras o secretoras de las mismas sustancias. Hoy se
conocen unos 60 neuropéptidos, neurotransmisores y hormonas con función
neurotransmisora, pero es probable que en el futuro se descubran nuevas
moléculas transmisoras.
Su libro lleva un segundo título: La ciencia detrás de la conexión
cuerpo-mente. Esto se debe a que por fin podemos explicar
científicamente el funcionamiento holístico del organismo. No somos
cuerpo por un lado y mente por otro, somos un continuo mente-cuerpo: los
mismos neurotransmisores y hormonas que se segregan y actúan en el
cerebro se segregan también en casi todas las células del cuerpo. Y
estas sustancias liberadas por las células actúan en el cerebro.
La presencia de receptores de neuropéptidos en los monocitos revelada
por Pert es suficiente para explicar las exitosas operaciones placebo
del doctor Moseley. Los monocitos no sólo son células del sistema
inmunitario (macrófagos), también tienen la capacidad de reparar todo
tipo de tejidos al potenciar la diferenciación celular (los macrófagos
tienen enzimas que les permiten tanto destruir como fabricar colágeno),
por ejemplo, cartílagos.
Hay una comunicación química constante entre nuestras emociones y
nuestro organismo. La comunicación es bidireccional: nuestras células
provocan emociones y nuestras emociones provocan cambios a nivel
celular.
Risa liberadora
Ese es el camino que emprendió Norman Cousins, aunque en 1975 todavía
no se sabía tanto como ahora sobre el poder de los neuropéptidos.
Padecía espondilitis anquilosante, una enfermedad inflamatoria
autoinmune que oficialmente no tiene cura y que deforma progresivamente
la espina dorsal. Una de las interpretaciones del origen de esta
enfermedad se basa en anomalías en la renovación del colágeno, en
especial el que conforma los discos intervertebrales. Entonces Cousins
decidió, en común con su médico, tomar grandes dosis de vitamina C
(fundamental para el colágeno). Pero también decidió que se reiría a
carcajadas un mínimo de dos horas diarias, para lo cual se compró varias
colecciones de películas cómicas. Cousins sabía que la risa libera
enormes cantidades de endorfinas y probablemente otras hormonas y
neuropéptidos, y que estas le llevarían a la sanación. Y, en efecto,
superó su enfermedad y además sobrevivió más de 35 años a problemas
cardiacos congénitos.
En 1979 publicó un libro excepcional: Anatomía de una enfermedad,
reflexiones sobre la curación y la regeneración. A partir de entonces y
aunque no era médico ni científico, se dedicó a investigar acerca de la
bioquímica de las emociones, adelantándose unos veinte años al libro
escrito por C. Pert. La experiencia de Cousins nos pone sobre la vía
curativa de las emociones positivas, la risa y la felicidad.