Esta carta puede "tocarnos" y "trastocarnos"... avisadas quedáis.
Sin embargo me he animado a compartirla porque creo que puede ayudarnos a a dar un golpe de clic a hábitos e inercias que tenemos muy adheridas y que vamos reproduciendo de manera automática. Os invito a despertar mecanismos, y estar alertas, para desactivar estos dañinos mensajes que nos han marcado, y a asumir la responsabilidad de no seguir emitiéndolos. Que nuestras niñas puedan liberarse... SER FELICES TAL Y COMO SEAN. Y PUEDAN CELEBRARSE A SI MISMAS. Y ES POSIBLE TAMBIÉN QUE YA, POR FIN, TAMBIÉN NOS CELEBRARNOS A NOSOTRAS TAL Y COMO SOMOS, SINTIENDO EL REGALO DE LA VIDA EN NUESTROS CUERPOS.
Namasté.
Inés GS
Sin embargo me he animado a compartirla porque creo que puede ayudarnos a a dar un golpe de clic a hábitos e inercias que tenemos muy adheridas y que vamos reproduciendo de manera automática. Os invito a despertar mecanismos, y estar alertas, para desactivar estos dañinos mensajes que nos han marcado, y a asumir la responsabilidad de no seguir emitiéndolos. Que nuestras niñas puedan liberarse... SER FELICES TAL Y COMO SEAN. Y PUEDAN CELEBRARSE A SI MISMAS. Y ES POSIBLE TAMBIÉN QUE YA, POR FIN, TAMBIÉN NOS CELEBRARNOS A NOSOTRAS TAL Y COMO SOMOS, SINTIENDO EL REGALO DE LA VIDA EN NUESTROS CUERPOS.
Namasté.
Inés GS
CÓMO TRANSMITIR EL ODIO AL CUERPO
Las palabras que decimos sobre nosotras mismas pueden calar muy hondo en aquellas personas que nos rodean.
Querida Mamá,
Tenía siete años cuando descubrí que eras gorda, fea y horrible. Hasta
ese momento había pensado que eras preciosa -en todos los sentidos-.
Recuerdo ojear viejos álbumes de fotos y ver imágenes tuyas en la
cubierta de un barco. Tu bañador blanco y sin tirantas parecía tan
glamouroso como el de una estrella de cine. Cada vez que tenía la
oportunidad sacaba ese bañador oculto en tu cajón de abajo e imaginaba
un tiempo en el que yo sería lo suficientemente mayor para llevarlo; en
el que sería como tú. Pero todo eso cambió cuando, una noche, estábamos
arregladas para ir a una fiesta y me dijiste: “Mírate, tan delgada,
guapa y encantadora. Y mírame a mí, vieja, gorda y horrible”. Al
principio no entendí lo que querías decir. “No estás gorda”, dije seria
e inocentemente, y tú contestaste: “Sí lo estoy, cariño. Siempre he
estado gorda; incluso cuando era una niña.”
En los días que siguieron, tuve unas cuantas revelaciones dolorosas que han determinado mi vida.Aprendí que:
1. Debes estar gorda, porque las madres no
mienten. 2. Ser gorda es ser fea y horrible. 3. Cuando crezca seré como
tú, así que seré gorda, fea y horrible también.
Años más tarde recordé esta conversación y
las centenares que la siguieron, y te maldije por sentirte tan poco
atractiva, insegura e infravalorada. Porque, como mi primer y más
importante modelo de conducta, me enseñaste a pensar lo mismo sobre mí misma. Con
cada mirada a tu reflejo en el espejo, cada nueva dieta milagrosa que
iba a cambiar tu vida y cada culpable cucharada de “Oh, en realidad no
debería, pero…”, aprendí que las mujeres deben estar delgadas para ser
válidas y valoradas. Las chicas deben prescindir de ciertos placeres
porque su mayor contribución al mundo es su belleza física. Como tú, he pasado toda mi vida sintiéndome gorda. ¿Cuándo se convirtió “gorda” en un sentimiento, de todos modos? Y porque creía que estaba gorda, sabía que yo no estaba bien. Pero ahora que soy mayor y madre, sé que culparte a ti por el odio a mi cuerpo es inútil e injusto. Ahora entiendo que tú también eres producto de un largo y rico linaje de mujeres que fueron educadas para odiarse a sí mismas. Mira
el ejemplo que la abuela fue para ti. A pesar de ser lo que podrías
describir como una mujer chic víctima del hambre, hizo dieta cada día de
su vida hasta que murió a los 79 años. Solía ponerse maquillaje para
salir al buzón, por miedo de que alguien pudiese ver su cara
desnuda. Recuerdo su “compasiva” respuesta cuando anunciaste que Papá te
había dejado por otra mujer. Su primer comentario fue: “No entiendo por
qué habría de dejarte. Te cuidas, llevas pintalabios. Tienes sobrepeso,
pero no mucho.” Antes de que Papá se fuera, él tampoco te alivió por el
tormento de la apariencia de tu cuerpo. “Dios, Jan”, escuché por
casualidad que te decía. “No es tan difícil. La energía que entra frente
a la energía que sale. Si quieres perder peso, simplemente tienes que comer menos”. Esa
noche en la cena observé cómo ponías en práctica el remedio para
adelgazar “Energía dentro, Energía fuera: Dios, Jan, Simplemente Come
Menos” de Papá. Serviste tallarines chinos para cenar (¿recuerdas cómo
en los suburbios australianos de los años ochenta una mezcla de carne
picada, repollo y salsa de soja se consideraba la cumbre de la alta
cocina?). La comida de todo el mundo estaba en un plato grande excepto
la tuya. Tú te serviste tus tallarines chinos en un diminuto plato de
postre. Cuando te sentaste delante de esa patética cucharada de carne
picada, unas lágrimas silenciosas resbalaron por tu cara. No dije nada.
Ni siquiera cuando tus hombros comenzaron a agitarse de angustia. Todos
nos comimos la cena en silencio. Nadie te reconfortó. Nadie te dijo que
te dejaras de ridiculeces y que cogieras un plato en condiciones. Nadie te dijo que ya eras querida y lo suficientemente buena. Tus
logros y tu valía -como profesora de niños con necesidades especiales y
como dedicada madre de tres hijos- palidecieron insignificantes
comparados con los centímetros que no podías perder de la cintura. Me
rompió el corazón presenciar tu desesperación y siento no haber salido
en tu defensa. Ya había aprendido que era tu culpa que fueras gorda.
Incluso había oído a Papá describir el perder peso como un proceso
“simple” – pero al que tú no te podías enfrentar. La lección: no te
merecías la comida y ciertamente no te merecías ninguna compasión.
Pero estaba equivocada, Mamá. Ahora entiendo
lo que es crecer en una sociedad que le dice a las mujeres que su
belleza es lo más importante y que al mismo tiempo define un estándar de belleza que está completamente fuera de nuestro alcance. También
conozco el dolor de interiorizar estos mensajes. Nos hemos convertido
en nuestras propias carceleras y nos infligimos nuestros propios
castigos por fracasar dando la talla. Nadie es tan cruel con nosotras
como nosotras mismas. Pero esta locura tiene que terminar, Mamá. Termina
para ti, termina para mí y termina ahora. Nos merecemos algo mejor
–mejor que arruinar nuestros días con malos pensamientos sobre nuestro
cuerpo, deseando ser de otra manera. Y ya no es sólo sobre ti y sobre
mí. Es también sobre Violet. Tu nieta sólo tiene tres años y no quiero
que el odio hacia su cuerpo eche raíces dentro de ella y estrangule su
felicidad, su confianza y su potencial. No quiero que Violet crea que su belleza es su valor más importante; que
definirá su mérito en el mundo. Cuando Violet nos mira, aprende cómo
ser una mujer y necesitamos ser los mejores modelos que podamos.
Necesitamos enseñarle con nuestras palabras y nuestras acciones que las
mujeres son lo bastante buenas tal y como son. Y para que nos crea, nos
lo tenemos que creer nosotras.
Cuanto más mayores nos hacemos, más personas
queridas perdemos por accidentes o enfermedades. Su fallecimiento
siempre es trágico y demasiado temprano. A veces pienso en lo que esos
amigos –y la gente que les quiere- darían por tener más tiempo en un
cuerpo sano. Un cuerpo que les permitiera vivir un poco más. El tamaño
de los muslos de ese cuerpo o las arrugas en su cara no importarían.
Estaría vivo y, por lo tanto, sería perfecto. Tu cuerpo
es perfecto también. Te permite desarmar a una habitación entera con tu
sonrisa y contagiar a cualquiera con tus carcajadas. Te da brazos para
arropar a Violet y estrujarla hasta que se ríe. Cada momento que pasamos
preocupándonos por nuestros “defectos” físicos es un momento
desperdiciado, un preciado pedazo de vida que nunca volverá.
Permitámonos honrar y respetar nuestros
cuerpos por lo que hacen en lugar de despreciarlos por su apariencia.
Centrémonos en llevar una vida activa y saludable, dejemos a nuestro
peso caer hasta donde deba, y enterremos nuestro odio al cuerpo en el
pasado, adonde pertenece. Cuando miraba aquella foto tuya con el bañador
blanco un montón de años atrás, mis inocentes ojos jóvenes veían la
verdad. Veían amor incondicional, belleza y sabiduría. Veía a mi Mamá.
Con amor, Kasey.
Autora: Kasey Edwards (@KaseyEdwards). Escritora y columnista. Artículo originalmente publicado en: Essential mums
Traducción: Mines y Eloísa, de Proyecto Kahlo – http://www.proyecto-kahlo.com/2013/07/como-transmitir-el-odio-al-cuerpo/