La división sexual del trabajo, esto es, que los hombres y las
mujeres realicen tareas diferentes, rememora la tradicional dualidad
hombre-cazador versus mujer-recolectora. Da por supuesto que la
caza requiere mayor fuerza física y velocidad, por lo que habría sido
una labor propia de los hombres, mientras que la recolección de
alimentos vegetales sería más compatible con la menor fuerza física de
las mujeres y las restricciones impuestas por la gestación y el cuidado
de la prole. Según este modelo, la división sexual del trabajo se habría
originado por diferencias biológicas típicamente asociadas al sexo, es
decir, a características «naturales» propias de los machos o de las
hembras.
Sin embargo, cuando se intentan reconstruir comportamientos humanos
de sociedades prehistóricas los datos empíricos disponibles son
lamentablemente escasos. Tan es así que numerosos especialistas
coinciden en que de dichas conductas solo pueden extraerse hipótesis más
o menos sesgadas. En este sentido, la arqueóloga y catedrática del
Instituto de Prehistoria y Protohistoria de la Universidad
Erlangen-Nürnberg, Linda Owen, en 2014 apuntaba: «Los roles sociales de
cada sexo predominantes en épocas lejanas, a duras penas pueden
reconstruirse».
Ciertamente, en los modelos sugeridos con el fin de recuperar
comportamientos de tiempos remotos, los prejuicios han sido tan
difíciles de evitar que los estudiosos varones, blancos y europeos han
analizado las sociedades del pasado desde una perspectiva masculina,
blanca y eurocéntrica. De esta manera, las nociones y normas de la vida
moderna se han extrapolado a pueblos de homínidos extintos, dividiendo
convencionalmente las actividades de ambos sexos: ellos iban de caza y
protegían a sus familias, ellas recolectaban hierbas y frutos y se
ocupaban de los niños.
Esta suposición lleva implícito que los hombres eran activos,
sumamente móviles y se desplazaban largas distancias tras sus presas,
mientas que las mujeres se quedaban a la espera, pasivas y sedentarias,
en un entorno físico limitado. Pero de esa imagen tan «natural» han ido
surgiendo dudas y cuestionamientos cada vez más obvios; por ejemplo,
Linda Owen se pregunta: «¿Cómo podían los hombres proteger a las mujeres
y a los niños si se encontraban fuera del campamento la mayor parte del
tiempo?»
El esfuerzo por describir las funciones sociales femeninas en pueblos
antiguos (incluso muy antiguos) como si fueran un calco de la sociedad
occidental del presente ha provocado en los últimos años encendidos
debates y flagrantes contradicciones. Los desacuerdos, cada vez más
profundos, fueron abriendo espacios para sospechar que dividir el
trabajo en función del sexo ha tenido menos que ver con el respeto a la
naturaleza y más con trasladar al pasado remoto una forma de pensar del
presente.
Además, la comunidad académica ha equiparado casi por consenso las
diferentes tareas con jerarquías de desigualdad, impulsando y
fortaleciendo esa tendencia generalizada que presupone la universalidad
del dominio masculino. Como no podía ser de otra manera, el resultado ha
generado importantes distorsiones al interpretar de un modo replicante
los orígenes del comportamiento de las sociedades humanas.
Por otra parte, el debate se vuelve más complejo porque un conjunto
considerable de expertos no admite que otras especies de homínidos
distintas de la nuestra hayan tenido división sexual del trabajo. Por el
contrario, sostienen que el reparto de las tareas es un comportamiento
propio y exclusivo de Homo sapiens, señalando además que su
emergencia habría coincidido con la llegada a Europa de los humanos
anatómicamente modernos, unos 40-50.000 años antes del presente.
Siguiendo este modelo, solo nuestra especie habría alcanzado el
pensamiento simbólico, el cual es capaz de definir categorías sociales y
asignar tareas en el grupo. En consecuencia, la división sexual del
trabajo habría sido el motor que condujo a sistemas de adaptación tan
eficaces que permitieron a los humanos modernos explorar nuevos
ambientes «hasta cada esquina del mundo».
En síntesis, parece claro que con los datos en la mano no puede
establecerse con precisión si a lo largo de la evolución humana hubo o
no división del trabajo en función del sexo. Para muchos autores,
separar las tareas es un hecho universal, y sostienen que ese reparto se
remonta hasta los orígenes de los primeros homínidos, hace alrededor de
6 o 7 millones de años. Para otros, por el contrario, se trata de un
fenómeno propio y exclusivo de Homo sapiens y no tiene más de 50.000 años de antigüedad.
Nuevos hallazgos estimulan el debate
La encendida polémica sobre la división sexual del trabajo y sus
orígenes se vio avivada en 2006 por la publicación de un artículo
firmado por los antropólogos de la Universidad de Arizona Mary C. Stiner
y Steven L. Kuhn. Estos especialistas defendieron una tesis sobre la
organización de la vida de los neandertales cuyos ecos sobrepasaron el
mundo académico y alcanzaron a los medios de comunicación y al público
en general.
Los investigadores Stiner y Kuhn realizaron un minucioso estudio de numerosos huesos fósiles de Homo neanderthalensis,
detectando que estos huesos presentaban cicatrices resultantes de
fracturas producidas por la dureza de las condiciones de vida de
aquellos humanos. Los autores separaron los restos óseos procedentes de
hombres y de mujeres y los analizaron con gran detalle. Tras sus
metódicas observaciones, llegaron a la conclusión de que no había
diferencias en la morfología ni en el patrón de las cicatrices
encontradas en los restos de uno y otro sexo. Interpretaron este hecho
asumiendo que tal similitud sólo podía atribuirse a que las heridas
óseas tenían un origen muy parecido y que, por lo tanto, probablemente
las mujeres y los hombres neandertales llevaban vidas semejantes y
realizaban trabajos análogos.
Además, Kuhn y Stiner certificaron que la evidencia empírica señalaba
con nitidez que las mujeres neandertales eran personas fuertes y
autosuficientes, muy parecidas anatómicamente a sus compañeros varones.
Esas pruebas contradecían el comportamiento sedentario pues resultaba,
cuanto menos, poco coherente. En palabras de los investigadores: «los
esqueletos de las mujeres neandertales estaban tan robustamente
construidos que parece improbable que ellas simplemente se sentaran en
casa cuidando sus hijos».
En suma, en la cultura neandertal los hombres y las mujeres parecen
haber realizado labores muy semejantes entre sí, lo que no impediría,
advierten los científicos, que desempeñaran algunas labores diferentes,
pero siempre dentro de un esquema general compartido.
Con todo, el debate no ha quedado aquí. En los últimos años se ha
enriquecido considerablemente, al abrigo de los numerosos
descubrimientos relacionados con el ámbito de la paleoecología,
disciplina que tiene como objetivo reconstruir ecosistemas del pasado y
configurar un punto de partida para conocer los diferentes recursos alimenticios que los homínidos tenían a su alcance, ponderándose las estrategias que seguían para aprovecharlos. Un enfoque que, además, también ayuda a visualizar la complejidad del comportamiento de nuestros antepasados, cómo era su organización social y, en definitiva, para calibrar su capacidad de adaptación al entorno que habitaban.
Gran parte de estos novedosos estudios se han basado en el examen de
dientes fosilizados y en el patrón de desgaste dental observado. Pero,
como ha apuntado el profesor Nathan H. Lents,
«hasta muy recientemente, nadie se había planteado si las marcas
observadas en los dientes de los neandertales eran distintas entre los
hombres y las mujeres. Cuando lo hizo un equipo español, los resultados
fueron sorprendentes».
El citado equipo estaba compuesto por los científicos del Museo de Ciencias Naturales de Madrid, CSIC, la doctora en paleontología Almudena Estalrrich y el prestigioso experto en neandertales, Antonio Rosas. En 2005 publicaron un interesante estudio centrado en los dientes fósiles de Homo neanderthalensis
y su posible relación con la división sexual del trabajo. La
investigación desvelaba un perceptible desgaste dental en los incisivos y
los caninos, al apreciarse una serie de marcas o huellas. Dichas marcas
sugerían que, a lo largo de sus vidas, los neandertales habrían usado
la dentadura para manipular objetos al sujetarlos o sostenerlos con la
boca tal como si fuese una «tercera mano».
Concretamente, Estalrrich y Rosas examinaron con detalle las estrías o
rayas superficiales y las melladuras o golpes presentes en los
incisivos y caninos de 19 individuos procedentes de los yacimientos de
l’Hortus (Francia), Spy (Bélgica) y El Sidrón (España). Los dos tipos de
marcas analizadas se debían a prácticas o actividades no masticatorias.
Las estrías mayormente resultan de una tarea repetitiva basada en
sujetar o estirar pieles, fibras vegetales u otros utensilios que puedan
sostenerse con la boca. Las mellas, por su parte, son probablemente el
resultado de un trauma, ya sea por incidir contra algo muy duro o porque
el diente se quiebra mientras realiza alguna función.
Tanto los hombres como las mujeres presentaban estrías en la cara
labial (frontal) de sus incisivos, pero esas estrías eran
considerablemente más largas en las mujeres. Esto no indica que ellas
usasen sus dientes para más tareas que los hombres (lo que habría
causado estrías más profundas, no más largas), sino que los empleaban
para tareas distintas. Además, pese que ambos mostraban mellas, éstas
estaban en zonas diferentes. Los hombres típicamente las mostraban en
los dientes de arriba, mientras que las mujeres las tenían en los
dientes de abajo.
Los autores concluyeron que las diferencias detectadas en el patrón
de desgaste dental no masticatorio, aunque sutiles, parecen indicar que
las mujeres y hombres neandertales utilizaban sus dientes con fines algo
distintos. Cabría entonces pensar y deducir que la división del trabajo
por sexos no ha sido una característica específica de Homo sapiens,
sino que, por el contrario, los neandertales de hace unos 40.000 años
ya dividían algunas de sus faenas entre mujeres y hombres. Los
científicos no tienen claro qué actividades eran las que realizaba cada
sexo, pero sí consideran probable que la especialización o división del
trabajo estuviera limitada a unas pocas labores.
Tanto Antonio Rosas como Almudena Estalrrich ponen el acento en la
importancia que tiene la posible separación de las faenas según el sexo,
incluso aunque sea reducida, porque viene a sumarse al incremento que
han experimentado en estos últimos años nuestros conocimientos sobre la cultura de los neandertales.
De hecho, los datos más recientes no sólo sugieren que nuestros
parientes vivieron en comunidades socialmente complejas, sino que en sus
sociedades las mujeres fuertes, vigorosas y autosuficientes, con toda
probabilidad participaban en la vida comunitaria como sujetos activos,
trabajando codo con codo junto a los hombres con el fin de adaptarse y
sobrevivir en aquellos ecosistemas duros y difíciles.
En suma, el añejo modelo femenino de sumisión, pasividad y
dependencia, tan querido y alardeado por el pensamiento convencional de
nuestras sociedades occidentales, se está desmoronando con gran
estruendo. Cambia el paradigma dominante, toda una revolución y
reconversión de ideas-fuerza en esa nueva mirada interpretativa.
Referencias
- Deter-Wolf, A. Neanderthal teeth suggest sexual division of labor. Red Orbit, febrero 2015
- Estalrrich, A. and A. Rosas (2005). «Division of labor by sex and age in Neandertals: an approach through the study of activity-related dental wear». Journal of Human Evolution. Vol. 80: 51-63
- Lents, N. Did Neanderthals Have Gender Roles in their Division of Labor?. The Human Evolution Blog, abril 2015
- Kuhn, S. and M. Stiner (2006). «What’s a mother to do? A hypothesis about the division of labor and modern human origins». Current Anthropology 47, no. 6
- Owen, L. (2014). «Clichés de la Edad de Piedra». Mente y Cerebro. Vol. 67: 16-21
Sobre la autora
Carolina Martínez Pulido
es Doctora en Biología y ha sido Profesora Titular del Departamento de
Biología Vegetal de la ULL. Su actividad prioritaria es la divulgación
científica y ha escrito varios libros sobre mujer y ciencia
desde el blog
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